dissabte, 28 d’agost del 2010

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Miré al frente compeltamente incapaz de asimilar la imagen. Los bordes de mi visión estaban teñidos de un puntillaje desigual de colores en escala de gris. El medio de ésta era una masa blanca con una enorme mancha negra, a modo de diana, como si esperara para que un dardo fuera encajado en su centro. Las piernas me temblaban, inestables, sin poder aguantar ni siquiera su propio peso. Los brazos me rodeaban la cintura temerosos de que, si dejaban de aplicar presión, mi menudo cuerpo fuera a desmenuzarse en pequeños trocitos. Las manos estaban agarrotadas, acabados en unos dedos tensos que estiraban mi ropa húmeda. El pelo me colgaba lacio rozando los hombros y, en otra ocasión, podría haber dicho que cosquilleándome la piel. Mis mejillas estaban mojadas en una sustancia más o menos salada, contaminada por un color negro insano. Mi boca estaba contraída en una amarga mueca, presa de dolor e incomprensión, a medio camino entre una sonrisa y un desconsolado llanto.

Poco a poco fui cediendo y acabé en el suelo, la cabeza entre las rodillas, conteniendo las náuseas. Los gemidos, ya liberados de la prisión de silencio que había creado, escaparon entre los dientes muy apretados. Las lágrimas caían ampliamente, en cascada, en río y en torrente, sobre la piel maltrecha de mi cara. Las manos ahora me apretaban la sien, incapaz de aguantarse a sí misma tratando de caer en un pozo sin fondo.

Muy atrás de su mente, muy atrás de sus pensamientos, muy atrás de sus emociones, muy atrás de sí... quedaba la última frase resonando entre todos los rincones de su ser:

-No quiero saber nada más de ti. Jamás.

diumenge, 8 d’agost del 2010

Vacío.

Miró al frente para encontrarse con una pared blanca salpicada de manchas de humedad. A los lados, un sillón viejo, con los bajos deshilachados y una mesilla destartalada y coja. Enterré la cara entre mis manos, esperando tapar esa visión y disimular la pena que sentía. Su corazón era un bullicio de emociones: culpabilidad, tristeza, enfado, impotencia, desgracia; pero, en el centro de este, una única cosa clara: un vacío inmenso. Todavía la incredulidad rozaba los bordes de sus pensamientos, sin saber si creer lo que había pasado, sin saber cómo había pasado, sin saber por qué había pasado. Su visión, oscura por sus párpados y tapada por sus dedos, iba desvaneciéndose. La habitación, anteriormente gobernada por un silencio pesado e incómodo, fue llenándose de pequeños sollozos. Primero, como una gotera en la cocina, con una musicalidad cadencial. Luego, añadiendo más intensidad e irregularidad al sonido. Al final, no se pudo distinguir si intentaba contener el llanto o intentaba llorar lo máximo posible. Estaba completamente desolado. La certeza de los hechos se le instauró en la mente: muerte, sus seres queridos jamás volverían. Él, salvado de puro milagro, saliendo cinco minutos antes de casa, había sorteado la muerte. ¿Por qué él y no su familia? ¿Por qué él y no su hija pequeña? Su bebé, un ser puro apenas cumpliendo los seis meses que jamás aprendería ni siquiera a decir "papá". Su mujer, habiendo compartido tres años de casados y seis de noviazgo. Su vida, toda su vida, toda su existencia, consumida entre unas llamas fortuitas.

Alzó la cabeza, abrió los ojos y caminó hacia su habitación. Abrió el armario para contemplarse en el espejo de cuerpo entero de una de las puertas. Se vio a sí mismo: la capucha de su chaqueta tapándole los ojos, el pelo largo y despeinado, los pantalones manchados de hollín, los zapatos descordados. Imaginó a su mujer al lado, mirándole los ojos, con su hija en manos, sonriendo sin saber por qué. De nuevo, gotitas de cristal resbalaron por su mejilla. Cayó al suelo, incapaz de mantener su propio peso. Lloró mirándose al espejo: la suerte del alma más pútrida.