diumenge, 28 de novembre del 2010

F.

Estaba escribiendo cuando entré en el estudio. Ni siquiera alzó la cabeza para mirarme. Por supuesto, tampoco me saludó. Me senté en el escritorio, frente a él. Pero siguió en su trabajo. Los movimientos rápidos y repetitivos de su brazo me dieron a entender que ya no trazaba letras, simplemente intentaba evitar el contacto conmigo. Suspiré. Hasta entonces no había comprendido el abismo tan profundo que había entre ambos.

-Oye.. -traté de comenzar una conversación.

-Mira lo siento, ¿vale? Lo siento. He hecho lo posible. Esto acabó. Acéptalo de una puta vez ya. Adiós.

Dejó el papel y el lapiz sobre la mesa, cogió su americana y su maletín y se marchó por la misma puerta por la que yo había entrado. El ambiente refrescó de pronto y la luz me pareció más mortecina. Otra vez se había escapado de mí. Suspiré de nuevo, aquello no podía traer nada de bueno. Y yo no había hecho nada por detenerle. Claro, de nuevo.

Cogí los garabatos que había olvidado. Miré la hoja teñida de gris. Había el comienzo de un informe y luego, palabras inconexas. "Te quiero. El viento mece las hojas, bajo ellas la sombra cubre mi cuerpo. Cerca de mí te tuve, cerca de mí te quise y muy lejos te veo siempre. El amor, el amor, lo que veo en tus ojos y sale de mi boca. ¿Dónde estás? Ya ha vuelto". Las lágrimas resbalaron por mis mejillas. Eran mis escritos. Los escritos que con ahínco había hecho para él.

Las últimas palabras fueron las que más me dolieron. Por eso lloré.

"Hasta nunca, F."

dijous, 25 de novembre del 2010

-

No sé qué esperaba encontrarme. Quizás cariño y comprensión. A lo mejor lo único que buscaba era un motivo por el que echar mis culpas y mis penas. Quizás lo único que esperara encontrar fuera a ti. O a lo mejor, y quizás lo más acertado, mi naturaleza me llevara a caer en el mismo agujero una y otra vez.

dimecres, 24 de novembre del 2010

Vacía oscuridad.

El cielo estaba iluminado por solo una estrella. La luz era tan intensa que quemaba mis ojos y mi piel. El mundo giraba en forma de tornado de confusos colores alrededor. La brújula no paraba de moverse, vlviendo loca su aguja. El reloj seguía emitiendo el ruido sordo del "tic-tac" pero su avance se había detenido en una pausa infinita. El aire entraba en mis pulmones pesadamente, rasgaba mi interior y salía sangrando. El quejido de mi corazón era cada vez más débil, amenazando con callarse. Todo era muy confuso. Yo me hallaba allí enmedio, sentada en el húmedo suelo. Parpadeaba para entender algo. Sólo un astro me devolvía la mirada.

Tenía miedo porque conocía el final. Todo acababa con la muerte. Pero todavía temía más no recordar el principio. ¿Dónde estaba? En la tierra hostil, sin Dios ni consuelo. Ni siquiera la pena orpimía mi pecho. Un gran vacío lleno de oscuridad. Mucho miedo. Eso era todo lo que sentía.

Mis últimas palabras son para ti, amor. Porque el cielo ha cruzado la Tierra ante mis ojos para besar el mar. Mi último deseo será conseguir tu felicidad, porque el viento acuna cariñosamente las nubes en mis oidos. Ahora tomaré tu rostro con mis manos, besaré tus labios y, mientras las lágrimas caigan por mis mejillas, te diré que te amo.

dimecres, 17 de novembre del 2010

Te vi anoche.

El otro día quise observar el amanecer. La oscuridad todavía reinaba sobre la hierba, acariciaba los árboles y no quería despegarse de los tejados solitarios. Todo parecía en calma, y la tranquilidad era tan absoluta, que ni los ruidos de la ciudad se atrevían a perturbarla. Era precioso. El sol comenzó a salir detrás del horizonte, tímidamente asomando su corona dorada. Los primeros rayos ambarinos chocaron contra las negras nubes y las fueron desperezando poco a poco. El mundo iba creciendo a medida que lo hacía el astro. Los colores se mezclaron, ora azules, ora amarillos, ora violáceos. Creaban un cuadro impresionista digno de admiración. Con gran majestuosidad, la ardiente luz quemaba los resquicios de negrura y se alzaba imponente en el cielo. Aquello era todavía más precioso que la calma de la noche: un amanecer espléndido.

Aquel amanecer te vi. Al principio, no sabía dónde. Mirara donde mirara, veía jardines, farolas y tejador. Algún coche había cruzado las calles, muy por debajo de mí, donde parecían solo motas de polvo. Las estrellas, los reflejos de la calle, se apagaban cada vez más en el firmamento. Cuando me quedé solo con el sol mezclándose con la noche, vi, de refilón, tu perfil. Esos ojos que ya me habían hipnotizado mucho antes. Dos círculos marrones, dos perlas oscuras. Las busqué incesantemente por todo el espacio que me rodeaba. Un fugaz resplandor despertó en mí recuerdos muy enterrados:

-Te quiero.
-Ya lo sé, yo también.
-Pero yo te quiero. Te quiero tener. Y te quiero amar.


Ya no sabía si el cielo se teñía de naranja o de gris. Las nubes empezaban a oscilar sobre mi cabeza, amenazando el sol y la luz. Otro resplandor de tus ojos. Otro resplandor de ti.

Te vi aquella noche, amor. Y seguía sintiéndote en mi pecho. Y sabía que, cada amanecer, seguiría viendo tus ojos.

Corazón.

Tenía el corazón en un puño. Lo estrechaba fuertemente contra mis dedos para sentir su latido y su calor. A veces dudaba de aquella autenticidad, como si fuera una máquina imitando a la perfección la esencia humana. Por más que lo mirara, podía adivinar que era como todos los demás. Pero luego acercaba mi oreja a él, y los susurros contenidos en esas cuevas insondables, resonaban como un eco lejano. Hablaban, gritaban, reían y lloraban los murmullos. Y yo me preguntaba: ¿qué estará haciendo? Cuando observaba a los demás, notaba las claras diferencias entre mi pequeño corazón y los suyos. Los suyos, henchidos de orgullo y prepotencia. ¿Y el mío qué? Puro egoismo. Lo estreché más fuerte, deseando que parara de latir. Pero, ¡maldita fuera mi suerte! ¡Aquello dolía!

diumenge, 7 de novembre del 2010

No me abras los ojos.

Me deslumbraban las altas luces de Navidad. Ellas arrojaban su esplendor sobre las calles, y las teñían de rojo, verde, azul, amarillo e ilusión. Las personas caminaban entre sus sombras y admiraban la nieve derritiéndose en el suelo. Los abrigos gruesos producían un ruido constante. Los niños reian y gritaban, divertidos. Todo el estruendo de la ciudad acompañado por coches, bocinas y timbres.

El mar mordía la orilla, lamía y se tragaba la arena. El murmullo de la ciudad se oía amortiguado, como si debiera pasar a través de mil cojines para llegar a mis orejas. Me descalcé y me quité los guantes. Me senté sobre la superficie húmeda y dejé que su frescura impregnara mi piel. El mundo real parecía un capricho de algún artista moderno. Aquí las estrellas brillaban con fuerza, y aún con más fuerza, resplandecía la Luna en medio. Sus rayos teñían las olas de plata y volvían el mar argénteo. Dos segundos de aquella visión bastaba para dejarte sin aliento. Yo cerré los ojos. La suave brisa olía a sal. Me mecía el cabello y me susurraba palabras de amor. La temperatura descendía a medida que pasaba el tiempo. Al final, solo quedamos el mar, la luna, el silencio y yo. La nieve se había fundido y la ciudad había quedado dormida bajo el manto de la noche. Era el momento idóneo para pensar. Y lo hice. No me daba miedo estar en medio de ninguna parte. No temía ladrones, violadores, hipotermias o malas personas. Disfrutaba aquel momento como más podía hacerlo. Enterré los pies en la arena. Los pequeños granos acariciaban mi piel. Hundí las manos en la fresca humedad y mantuve entre ellas una concha rota. Era suave, sus cantos estaban redondeados por la fuerza de las olas. Pero todavía se mantenía unida.

Me ceñí el abrigo. Tenía frío. Ignoraba cuánto tiempo llevaba ahí echada. Nadie se me había acercado. El sol todavía no se había levantado. No llevaba reloj. Mi única pista era el constante ronroneo del mar. El agua llegaba ya a mojar mis pies. Pero yo me resistía a moverme. Me resistía a abrir los ojos. Me resistía a volver a la realidad.

Me relamí los labios. Sabían a sal. Tenía la lengua seca. No llevaba ni agua ni comida. Tenía que entretenerme, así que canté: Quiero ver el sol; y él me contestó: quiero verte también. Mi voz se perdió en algún rincón de la playa. Me la devolvió el eco. Con él, vinieron imágenes confusas. Una sala blanca, la luz mortecina de una mañana recién empezada. Los fluorescentes fallaban y cambiaban el rumbo de las sombras a su antojo. Todo era frío, distante, blanco. La gente se movía de un lado para otro. Todos vestían batas. Alguien gritaba órdenes desde el fondo de un pasillo. Alguien que me llamaba a mí:

-Siento anunciarle esto, señorita Sweetly. Padece Cáncer. Es un estado bastante avanzado. Dos meses, quizá tres.

El mar ya no existía. Ni las luces de Navidad. Ni la nieve. Ni los niños. Ni la húmeda arena. Sólo había cuatro paredes blancas.

dissabte, 6 de novembre del 2010

Basta .

Me miró con tristeza y dulzura. Me había hecho prometer que no me enfadaría. No le bastó mi promesa, quiso un juramento, más duradero y fuerte. Algo importante para ambas. No sabía cómo reaccionar. Que necesitara eso, precisamente eso, una alianza verbal de tal calibre, significaba algo. Significaba que lo que me tenía que decir podía doler. Doler mucho.

-Es que... no te fue fiel, ¿sabes? Tenía el listón muy alto, no sé.

No quería escuchar nada más. Quizás lo que me estaba recitando, como un poema aprendido de memoria, no era más que una mentira. Quizás lo decía sólo para averiguar mis puntos débiles. Pero luego encontré algo que realmente valía: no quería seguir escuchando.

divendres, 5 de novembre del 2010

Tic, tic tac.

A veces es difícil ser feliz. Mantener la cabeza erguida, mirarte en el espejo y susurrar: estoy bien. La silueta que te devuelve el metal pulido, desalenta tu esperanza. Te consume poco a poco, y te hunde lentamente. Cuando alzas la voz y preguntas: ¿por qué? Sólo una conciencia, como el rumor del mar, contestaba: Ahora no, no es el momento. Y recuerdo aquella tarde, cuando te vi sentada bajo el álamo. Tu mirada era tan triste y tu imagen tan lastimosa que sentí el impulso de abrazarte. Pero me contuve, al margen, y te observé durante mucho tiempo.

El sol caía detrás de la montaña. Teñía de rojo la hierba y adornaba con pendientes dorados las hojas del árbol. El aire mecía el paisaje, lo arropaba y le cantaba. El murmullo de su cántico llevaba las nubes lejos, y ahí descansaban en paz. La silla gemía bajo tu peso. Y tú, sentada, llorabas en silencio. Tu pelo insistía en seguir las esponjas en el cielo. El miedo cristalizaba en tus ojos, mojaba tus mejillas, se posaba en tus labios y resbalaba por tu cuello. Perforaba tu pecho. El «tic tac» de las manecillas del reloj apresuraba el ritmo de tus pensamientos. Pero tú estabas lejos de allí. Lejos, demasiado lejos. Fuera de mi alcance.