El otro día quise observar el amanecer. La oscuridad todavía reinaba sobre la hierba, acariciaba los árboles y no quería despegarse de los tejados solitarios. Todo parecía en calma, y la tranquilidad era tan absoluta, que ni los ruidos de la ciudad se atrevían a perturbarla. Era precioso. El sol comenzó a salir detrás del horizonte, tímidamente asomando su corona dorada. Los primeros rayos ambarinos chocaron contra las negras nubes y las fueron desperezando poco a poco. El mundo iba creciendo a medida que lo hacía el astro. Los colores se mezclaron, ora azules, ora amarillos, ora violáceos. Creaban un cuadro impresionista digno de admiración. Con gran majestuosidad, la ardiente luz quemaba los resquicios de negrura y se alzaba imponente en el cielo. Aquello era todavía más precioso que la calma de la noche: un amanecer espléndido.
Aquel amanecer te vi. Al principio, no sabía dónde. Mirara donde mirara, veía jardines, farolas y tejador. Algún coche había cruzado las calles, muy por debajo de mí, donde parecían solo motas de polvo. Las estrellas, los reflejos de la calle, se apagaban cada vez más en el firmamento. Cuando me quedé solo con el sol mezclándose con la noche, vi, de refilón, tu perfil. Esos ojos que ya me habían hipnotizado mucho antes. Dos círculos marrones, dos perlas oscuras. Las busqué incesantemente por todo el espacio que me rodeaba. Un fugaz resplandor despertó en mí recuerdos muy enterrados:
-Te quiero.
-Ya lo sé, yo también.
-Pero yo te quiero. Te quiero tener. Y te quiero amar.
Ya no sabía si el cielo se teñía de naranja o de gris. Las nubes empezaban a oscilar sobre mi cabeza, amenazando el sol y la luz. Otro resplandor de tus ojos. Otro resplandor de ti.
Te vi aquella noche, amor. Y seguía sintiéndote en mi pecho. Y sabía que, cada amanecer, seguiría viendo tus ojos.
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