divendres, 5 de novembre del 2010

Tic, tic tac.

A veces es difícil ser feliz. Mantener la cabeza erguida, mirarte en el espejo y susurrar: estoy bien. La silueta que te devuelve el metal pulido, desalenta tu esperanza. Te consume poco a poco, y te hunde lentamente. Cuando alzas la voz y preguntas: ¿por qué? Sólo una conciencia, como el rumor del mar, contestaba: Ahora no, no es el momento. Y recuerdo aquella tarde, cuando te vi sentada bajo el álamo. Tu mirada era tan triste y tu imagen tan lastimosa que sentí el impulso de abrazarte. Pero me contuve, al margen, y te observé durante mucho tiempo.

El sol caía detrás de la montaña. Teñía de rojo la hierba y adornaba con pendientes dorados las hojas del árbol. El aire mecía el paisaje, lo arropaba y le cantaba. El murmullo de su cántico llevaba las nubes lejos, y ahí descansaban en paz. La silla gemía bajo tu peso. Y tú, sentada, llorabas en silencio. Tu pelo insistía en seguir las esponjas en el cielo. El miedo cristalizaba en tus ojos, mojaba tus mejillas, se posaba en tus labios y resbalaba por tu cuello. Perforaba tu pecho. El «tic tac» de las manecillas del reloj apresuraba el ritmo de tus pensamientos. Pero tú estabas lejos de allí. Lejos, demasiado lejos. Fuera de mi alcance.

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