Caminábamos bajo la lluvia otoñal. Las pequeñas gotas de agua caían sobre nuestros paraguas. Cada una de ellas chocaba contra la tela, produciendo un sonido amplificado por la amplitud del instrumento. Nos separaban pocos pasos, pero ninguno habló. El silencio permanecía intacto, ambos pensando en nuestras vidas. Caminábamos al unísono, pero no juntos. Su pelo largo y oscuro le tapaba la cara, impiediendo que pudiera leer sus emociones. Mis ojos iban de la carretera a su barrera de pelo, de su barrera de pelo a la carretera. Desviaba la atención hacia el sonido de las gotas y volvía a mirarle. No tenía la necesidad de hablarle, aunque de todas formas no habría sabido qué decirle. Él pareció no darse cuenta de mi inquietud y seguía su camino con paso firme. A pesar de que habíamos quedado para dar un paseo, estaba resultando bastante monótono y, sin embargo, muy agradable.
Nos paramos enfrente de su casa y, por primera vez en todo el paseo, entablamos una conversación:
-Bueno, ¿qué hacemos: subimos o nos quedamos sentados en el portal?
-No, creo que prefiero subir, aquí hace frío. -bajé la vista, avergonzada de aquellas dos frases que habían supuesto toda la comunicación de la tarde.
Entramos en el portal y subimos las escaleras que daban al rellano del ascensor. Plegamos nuestros paraguas y los sacudimos un poco. Llamamos al elevador. Mientras esperábamos, intenté mirar hacia otro lado, percibiendo claramente su incomodidad al igual que la mía. El ascensor llegó y abrió sus puertas, ambos entramos. Subimos los seis pisos sin apenas mirarnos ni dedicarnos ninguna palabra. Las miradas, tímidas, se evitaban la una a la otra. Seguíamos como un juego implícito en nuestros gestos. Ninguno de los dos intentaba algún ademán patético de mantener una comunicación larga e interesante, puesto que sabíamos que sería inútil.
Finalmente, el ascensor llegó al sexto piso (en lo que a mí me pareció una auténtica eternidad). Entramos en su casa y fui directa a saludar a su madre. Siempre me había llevado bien con ella: era una mujer muy amable. Nos dimos dos besos y me contó cómo se encontraba. Saludé también a su padre, que se encontraba en la habitación de al lado con el portátil, trabajando. Después del protocolo de introducción llegó él. Realizó el mismo proceso que yo y luego me dijo:
-¿Qué quieres hacer ahora? ¿Vamos a la habitación? -me preguntó.
-Claro... tampoco tengo mucha prisa, de todas formas. Vamos .- «Estúpida vergüenza» pensé.
Atravesamos el pasillo que nos condujo hasta su habitación en penumbra. Prendió las luces y se sentó en una silla al lado del ordenador. Yo me quedé de pie, delante de él, esperando una invitación de sentarme o semejante. Me miró fijamente, acto que yo consideré atrevido. Ahora que habíamos acabado con la rutina y el protocolo, ninguno de los dos sabía qué hacer. El silencio, la lluvia que ha cesado, temíamos al reposo. Dirigimos miradas abstraídas hacia derecha e izquierda, evitando tocar el tema principal.
-Y... bueno, ¿qué tal todo? -me preguntó él. «Viva la originalidad» pensé con ironía.
-Pues ya me ves, en tu casa, todo bien, ¿y tú?
No contestó en seguida, de hecho, ni lo llegó a hacer. Se levantó, me abrazó por la cintura y me besó. Sus labios tocaron los míos en una muestra de cariño llena de calidez. Ese beso me llenó por completo, evitando las palabras sobre el tema que no queríamos tocar. La experiencia alargó el tiempo, como en una película, deseando que nunca terminara ese momento. La calma a la que tanto habíamos temido se convirtió en el deseo que ambos habíamos soñado. La lluvia había retomado las aceras, cayendo de las nubes con fuerza.