Te miras en el espejo, pintas tus labios y valoras tu imagen. ¿Para qué? Quieres ser esa rosa bella, floreciente, joven. Quieres ser ésa de los pétalos más rojos, el centro más amarillo, las hojas más brillantes, el tallo más fuerte, las espinas más punzantes. Quieres todos tus lados: el atractivo, el dulce, el que llama la atención, el fuerte, el peligroso. Te amas pero te odias, porque amaste esa imagen que tanto agradaba a los demás, pero odias el aspecto que tienes ahora. Quieres siempre más, continuamente buscando otra fuente que te proporcione diversión, adrenalina, que quite tu cansancio y te haga joven.
Te inspeccionas la cara: ojeras, patas de gallo, arrugas en las mejillas, los labios caídos, ojos hundidos, frente ceñuda. En fin: cara de cansancio. Estás cansada por todos los golpes que te ha dado la vida, por todas las veces que has perdido y te has vuelto a levantar para ganar. Pero, seamos sinceros, estás cansada porque has vivido demasiado. ¿Y qué te queda ahora? Si ya has perdido la belleza que consideras tan importante, ¿por qué no dedicarte más a los que te quieren?
Miras tu cuerpo: senos caídos, tripa cervecera, pellejo que sobra, piel arrugada. Hasta tu pelo, blanco canudo, te indica que esto ya es demasiado. Bien, veamos qué puedes hacer: te puedes teñir (es económico), te puedes operar quirúrgicamente (no es tan económico, pero por la belleza todo, ¿no?) y quizás si te vistes mejor (oh, siempre es una buena opción y un buen motivo para gastar mucho dinero)... Bueno, vale, mejor vamos a dejarlo.
Te das un último repaso en los labios, te quitas el borde de pintura que no debería manchar tu piel. Abres y cierras varias veces los párpados intentando saber si ese reflejo de ti es una mentira. Acéptalo, te has vuelto vieja.