diumenge, 8 d’agost del 2010

Vacío.

Miró al frente para encontrarse con una pared blanca salpicada de manchas de humedad. A los lados, un sillón viejo, con los bajos deshilachados y una mesilla destartalada y coja. Enterré la cara entre mis manos, esperando tapar esa visión y disimular la pena que sentía. Su corazón era un bullicio de emociones: culpabilidad, tristeza, enfado, impotencia, desgracia; pero, en el centro de este, una única cosa clara: un vacío inmenso. Todavía la incredulidad rozaba los bordes de sus pensamientos, sin saber si creer lo que había pasado, sin saber cómo había pasado, sin saber por qué había pasado. Su visión, oscura por sus párpados y tapada por sus dedos, iba desvaneciéndose. La habitación, anteriormente gobernada por un silencio pesado e incómodo, fue llenándose de pequeños sollozos. Primero, como una gotera en la cocina, con una musicalidad cadencial. Luego, añadiendo más intensidad e irregularidad al sonido. Al final, no se pudo distinguir si intentaba contener el llanto o intentaba llorar lo máximo posible. Estaba completamente desolado. La certeza de los hechos se le instauró en la mente: muerte, sus seres queridos jamás volverían. Él, salvado de puro milagro, saliendo cinco minutos antes de casa, había sorteado la muerte. ¿Por qué él y no su familia? ¿Por qué él y no su hija pequeña? Su bebé, un ser puro apenas cumpliendo los seis meses que jamás aprendería ni siquiera a decir "papá". Su mujer, habiendo compartido tres años de casados y seis de noviazgo. Su vida, toda su vida, toda su existencia, consumida entre unas llamas fortuitas.

Alzó la cabeza, abrió los ojos y caminó hacia su habitación. Abrió el armario para contemplarse en el espejo de cuerpo entero de una de las puertas. Se vio a sí mismo: la capucha de su chaqueta tapándole los ojos, el pelo largo y despeinado, los pantalones manchados de hollín, los zapatos descordados. Imaginó a su mujer al lado, mirándole los ojos, con su hija en manos, sonriendo sin saber por qué. De nuevo, gotitas de cristal resbalaron por su mejilla. Cayó al suelo, incapaz de mantener su propio peso. Lloró mirándose al espejo: la suerte del alma más pútrida.

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