Después de mucho pensar en ello, quizás encontré la respuesta adecuada. Me tumbé sobre la cama mirando al techo, con las luces apagadas. La oscuridad me envolvía como una manta acunadora, y en ella, me sentía bien. La verdad es que estaba confusa, puesto a que las veces que pensaba -las raras veces que pensaba- siempre eran para solucionar un problema. Así pues, pasé largas horas en esa habitación, viendo nada, escuchando los coches pasando por la calle y aspirando el olor a polvo viejo.
Cuando cerré los ojos, las imágenes abordaron mi mente como las olas de un furioso vendaval azotan un velero. Y en ellas me perdí, durante extrañas horas. Pensando en todo lo que había pasado: desde el primer beso una tarde de verano hasta el último adiós en una mañana de frío invierno; los largos paseos matutinos bajo una luz incierta, mientras me decías "lo nuestro es siempre y es siempre infinito"; las caricias tiernas en una cama pequeña, y en una cama de dos; las miradas cómplices, las palabras encadenadas enmedio de gente que no entendía nada. Y quizás luego, pensando y soñando, que estabas detrás de mí, tumbado tan cerca que podía sentir el latido de tu corazón. Y divagando entre los espacios en blanco de mis emociones, percibir un abrazo amoroso, muy apretado. Las lágrimas ya resbalaban por mis mejillas cuando desperté y vi todo lo que tenía al lado: negrura.
Abracé un cojín y volví a cerrar los ojos, esperando sumirme en ese sueño cálido. Una vez más. Una última vez más.
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