Fui a la cocina oyendo sólo mis propios pasos. El mundo estaba en silencio a mi alrededor, pues mis padres estaban trabajando y mi hermano en el instituto. No tenía mucho que hacer, mis deberes descansaban acabados, la televisión emitía programas aburridos y la música ya me sonaba repetitiva. Últimamente no habían sido "mis días". De hecho, había olvidado ya el concepto del "bienestar". Pero aún así, con una sonrisa falsa, los ojos de piedra y el corazón de goma, había conseguido de alguna manera sobrevivir. El reloj anunciaba la una de la tarde, interrumpiendo mi serena ruta. No disponía de mucho tiempo, tenía que darme prisa.
Así entré en la pequeña cocina, equipada con un horno, fogones y encima un estractor; al lado, un gran tablón de piedra de construcción gris cerca de un fregadero con acabados de metal. A cierto miembro de mi familia se le había olvidado poner el lavaplatos. No me entretuve para buscar en la despensa algo para comer; mi objetivo era más concreto. Tampoco pasé por el frigorífico. Directamente, me dirigí al cajón de los cubiertos y saqué un cuchillo. Lo puse enmedio de mi cuello y esperé.
A día de hoy es un tema difícil de tratar. ¿Por qué hice eso? Quería experimentar la sensación de tener una vida entre mis manos, aunque fuera la mía propia. Quería experimentar la muerte de primera mano: tanto el hecho de asesinar el ente vivo como notar la falta de aire. Ese cuchillo me proporcionó la respuesta a una pregunta fundamental: ¿Sería capaz de quitarme la vida? Sólo de pensarlo un jadeo se alzaba por mi garganta, y los latidos de mi corazón se incrementaban considerablemente. Evidentemente que resolví esa duda: Sí, sería capaz. No, no lo hice.
Sin embargo, ¿por qué?
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