dijous, 2 de desembre del 2010

Soledad.

Se durmió entre mis brazos. La estreché contra mí, con cuidado de no despertarla. A la débil luz matutina, su figura parecía divina, intocable, inalcanzable. Y sin embargo, mis dedos se entrelazaban con su pelo. Aspiré profundamente su olor, dejando que aquella maravillosa composición del aire me revitalizara. Su imagen era perfecta para mí. Su pecho se movía rítmicamente, con un ruido estable y regular. Sentía deseos de besar cada trocito de piel inmaculada que mostraba. Había sido así siempre: yo la admiraba, la quería, la deseaba y la amaba. Con demasiada intensidad, a veces. Pronto el sueño comenzó a doblegar mis párpados, pero mi mente se negaba a separarse de ella. De su esplendor, de su luz. Yo la tenía entre las manos y no pensaba perderla.

La perfección escapa en los momentos más ínfimos. Tan pronto como la vemos, desaparece. A veces es confusa y trae dolor consigo. Otras es la más pura felicidad. Pero aún así, en todos los casos, es perfección. Ora se manifesta como máquina, ora como persona, ora como situación. Una de aquellas me había tocado a mí. Una chica perfecta.

"¿Dónde estás?". El sueño se repetió incesantemente. Sólo una frase. La pesadilla parecía no acabar nunca. "¿Dónde estás?" preguntaba ella con su voz angelical. Y yo no la encontraba por ninguna parte. Por más que quería gritar, llorar, alcanzarla. Pero, la misma cuestión martilleaba mis sienes "¿Dónde está?".

Con las manos vacías y la boca seca entré en mi casa. El eco de la puerta me devolvió una soledad sin fin.

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