dimecres, 21 d’abril del 2010

Cielo.

-¿Qué le ves de especial?
-¿Qué no le ves tú? -me inquirió con voz dulce, el rostro al frente y la mirada perdida en el infinito.
-Es un cielo, son nubes, es una estrella ardiente y bueno... no hay mucho más. Todo esto. Lo que veo cada día. -respondí, incómodo por su extraña risita.
-¿Y no le ves nada más?
-Ay, basta de preguntas. Es un cielo, ¡qué más quieres!
-Puedes verlo cada día. Es mucho más de lo que ciertas personas pueden. Pero tú sí. Te cansas de mirarlo, te hartas de verlo. Sabes que está allí, sabes que siempre estará. Porque ya lo has visto.

Nunca había pensado en el cielo como en algo especial. Los diamantes son especiales, pues hay pocos y tienen mucho valor. Pero, ¿el cielo? El cielo lo ve todo el mundo, lo usan todos a diario. No era nada nuevo, ni mucho menos, interesante. Un charco azul relleno de esponjosas almohadas blancas. Ella, quizá, supo enseñarme algo especial.

-Creo que te entiendo. Pongamos un ejemplo: los diamantes. Éstos sí son especiales, pocos, con mucho valor y bellos. Pero nunca los vemos. Son demasiado para que "un humano normal" los llegue a ver. Así que supongo que a alguien ciego, le daría igual no llegar a ver ninguno. Pero el cielo lo compartimos todos. El cielo es tuyo, mío y de las personas que viven en la otra punta del mundo. Así que debo suponer que no poder verlo, importará a una persona ciega más que no ver el diamante que casi nadie ve. -traté de explicarle, aunque con torpez y timidez.
-No, todavía no lo sabes bien.

Se tumbó sobre la hierba, boca arriba, y cerró los ojos. Me descubrí a mí mismo, vertido sobre esa imagen tan pura, durmiendo al lado de ese cuerpo cálido, respirando su aroma. Me senté con cuidado cerca de ella y la miré, expectante. Pasaron cinco minutos durante los cuales, lo único que hice fue observarla. Su pelo largo era de un extraño color marrón, no como el de la corteza de un árbol, era... especial. Sus ojos, ahora cerrados, tenían la misma intensidad parda que el otoño. Sus párpados estaban maquillados con una suave línea negra. El rojo de sus labios podría haber pasado por un pétalo de rosa. Todo en ella era belleza: sus finas manos, sus suaves facciones, sus curvas, su piel pálida. En un momento, un brillo, una flecha, un quemazón, pasó por mi corazón. Y desde ese instante, supe que no podría separarme de nuevo de esa chica.

-Oye, ¿qué haces? -pregunté, ya que en mucho rato no se había movido.

No obtuve respuesta, sólo un suave ronquido, parecido al ronroneo de un gato. No sé si fue la curiosidad o el morbo lo que llevó a ponerme tan cerca de su cuerpo. Me incliné, poniendo mi rostro muy cerca del suyo. Ver su cara tan próxima a la mía era casi un milagro. Sorpresivamente, abrió los ojos, con esa sonrisa enamoradiza, y sus labios besaron los míos. Fue un momento, ínfimo, de contacto cálido. Noté perfectamente el instante en que ambas pieles se juntaban, ella presionaba un poco y luego, se separaba.

Creo que ya entiendo por qué es tan importante este cielo. Es nuestro cielo.

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