dijous, 15 d’abril del 2010
Duerme.
Duerme bajo un cielo estrellado. De vez en cuando, un cometa cruza el firmamento. Y entonces puede verse, como si de una enorme sonrisa se tratara, un destellazo que ilumina el oscuro de la bóveda. Su pecho se levanta para volver a bajar, cadencialmente, como las melodías dulces hechas para descansar. Sus labios permanecen sellados, a la espera de ese último beso, el que para el tiempo, el que lo retarda todo, el último. Sus ojos no se abren para ver toda esa negrura, y su cuerpo no se mueve, entre murmullos de hierba. Duerme. Plàcida y felizmente, sueña con un país eterno, con un amor apasionado, con múltiples tardes de verano. Y no dice nada. Calla. Dentro de su sueño, calla y observa. Escucha la respiración del viento, mientras, poco a poco, la suya se hace lenta. Oye el suspiro del cielo mientras el suyo, poco a poco, desaparece. Y al final es un cuerpo inerte. Nunca volverá a reír, nunca volverá a hablar, nunca volverá a vivir. Ya no habrá ese último beso, ya no habrá esa última melodía para descansar. Ahora es carne sobre tierra.
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