dijous, 6 de maig del 2010

En brazos cálidos.

-No soy nada si no es contigo.

Era la última frase que me había oído decirle. Algo, quizá, cariñoso y tierno, si se mira desde una tercera persona. Pero si él me hubiera mirado a los ojos, podría comprobar el dolor terrible que mordía mis entrañas. La pena que enjuagaba mi vista. El frío que paralizaba mi corazón. Si hubiera tenido tan solo un momento de atención, habría comprobado que yo era un nido de confusión.

Ahora sentía una leve brisa en mi cara, lo suficientemente fría como para querer esconderme, pero por algún motivo, no me molestaba. Era como un soplo de vida, llegando muy tristemente a mi piel. Notava entumecimiento y dolor en cada rincón de mi cuerpo. No sabía ya lo que era parte de mí y lo que no. Era consciente de que me estaba moviendo, no sabía por donde. Me mecía suavemente entre hierba, hojas, agua y cielo. Estaba allí, medio dormida, pensando en las cosas de la vida. Pensaba en cosas mundanas y triviales, así como pensaba en ti. Estabas en el viento, en los olores húmedos, en mi pelo alborotado, en mi piel rasguñada, en los retazos de bosque, en el azul invisible del cielo, en las nubes, en mi mente, en mi corazón. Estabas aquí, diciéndome: te quiero.

Todo paró: el movimiento, el ruido, el frío y casi desapareció el dolor. Ahora, sabía que había parado, y unos rayos cálidos rehacían mi ser. Estaba echada sobre alguien, sentía las briznas de hierba acariciando las plantas de mis pies, haciéndome cosquillas. Notaba una leve sequedad en la boca y una enorme reticencia a abrir los ojos.

Nada cambió en todo el tiempo que estuve en el prado. Descubrí mi ubicación por hechos ya asentados en mi cabeza: el canto de un mirlo, los olores de las margaritas, el tan esplendoroso sol. Poco a poco, tomé confianza y abrí los ojos. Tú. Eras tú. Esa calidez, esa seguridad, ese bienestar. Tú. De nuevo tú: el verde del bosque en tus ojos, el rojo de las frutas en tus labios, la belleza de las flores en tu rostro, la potencia de los animales en tu cuerpo. Tú. Eras mi ídolo, mi perfección, mi mundo, mi alma. Eras todo lo que llena mi corazón. Tú.

Casi desfallecí, lo que pareció asustarte. Te acercaste a mi oreja, plácidamente, y me susurraste:

-No quiero nada que no seas tú.

Y, por supuesto, esta vez sí que desfallecí.

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