Ahora dejas tu cigarrillo sobre el cenicero y lo único que eres capaz de hacer es mirar cómo la chispa lo va consumiendo. Su cuerpo se convierte en una amalgama de cenizas grises, hasta que un repentino golpe de viento las deshace. Ahora ya no es nada. Así te sientes tú. El champán sigue burbujeando en su copa, intacta, llena de dorada perfección. Suspiras. Es el momento de mirar hacia atrás y recontar todos los momentos que han pasado por tu cabeza.
Giras la silla hacia la televisión. Coges el mando a distancia y la apagas. Poco a poco, las luces de la pantalla se oscurecen hasta quedar en absoluta calma. El resto de muebles te mira en silencio; casi podrías oír sus respiraciones secretas. La calle ha quedad tapada detrás de unas cortinas de felpa rojo. Te apartas el pelo de la cara y descansas la cabeza sobre las palmas abiertas de tus manos. ¿Qué has hecho? La vista del suelo sucio te deprime. Quieres desaparecer de aquí. Todo esto no tiene sentido. Muy lejos de ti, oyes el llanto de un bebé. Pide ayuda. ¿Quizás es tu hijo?
Tomas tu copa de champán y tu cigarrillo. Doce uvas descansan encima de la mesilla de noche. No puedes cogerlas. Cuánta impotencia.
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