dijous, 10 de febrer del 2011

Su.

Sus ojos tenían el más dulce de los matices. Eran ramas de árboles secos de inviernos, de fina madera marchita. Eran los jóvenes pinos que cubrían toda la extensión de la isla, con el fuerte marrón de su corteza reluciendo bajo un sol de verano. Eran todos los cielos grises que hemos visto. Eran las nubes esponjosas de primavera y las frágiles nocturnas. Eran las lluvias de otoño que tornaban las calles dos tonalidades más oscuras. Sus ojos eran aquel prado soñado por todos los pintores idealistas. Y, si te fijabas bien en ellos, sus ojos eran sólo sus ojos. Suyos y de nadie más.

Su piel era la calidez del sol. Era la suavidad de la seda, las caricias del más pasional de los enamorados. Era un recordatorio de las postales de Navidad donde todo perdura eternamente jovial. Fuera, quizás, una sensación tan intangible como el tañido de la más pura de las campanas. Más allá de ella, era su piel un conjunto de cuero tenso, cáliz y un refresco con hielo. Era, pues, su piel. Y sólo suya y de nadie más.

Y su olor era la intensísima fragancia de lavandas. Era la maravilla del sudor tras horas y horas de deporte, la ducha fría helándote las entrañas y el agua resbalando, lentamente, por tus dedos. Era, así, la notoria presencia del amor en el aire, los dulces besos que se sueltan a distancia y aquellos libros que no debíamos haber abierto. Era la pasión de todas las noches uniéndose en una. Era, entonces, su olor y de nadie más.

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