diumenge, 6 de febrer del 2011

Sueños.

Solo tenía ganas de acercarse a él, besar su sonrojada mejilla y apoyar la cabeza en el hueco de su cuello. Era, quizás, el deseo más puro y sencillo que flotaba dentro de su atolondrada cabeza. Quería pasar una eternidad junto a él resumida en dos minutos de un abrazo cálido. Por algún casual, le hubiera gustado poder mirar sus intentsos ojos verdes. Solo habría querido perderse en el inmenso bosque que rodeaba sus pupilas. Pero en vez de eso, ella esperaba arrinconada cerca del andén del tren. Estaba rodeada de personas. El lugar estaba atestado, tanto, que ella podía oler cada uno de los perfumes que allí se mezclaban. Creaban un amargo olor indefinido que sólo servía para confundir y marear la nariz. Pero le daba igual, podía aguantar eso y más. Ella seguía pensando en su chico, en lo que debía de estar haciendo en ese momento. Se perdía en las mil divagaciones que sólo el amor puede crear.

El viaje se le hizo eterno. Esperaba sentada, cerca de los ronquidos de una señora mayor y del jugueteo constante de una pareja joven. Pero ella miraba por la ventana, viendo el paisaje pasar a toda velocidad, convencida de que así llegaría a su destino más pronto. En realidad, el tiempo no tenía ningún interés ahora, sólo le importaba la fe de que era una etapa transitoria. Sin ninguna relevancia, iba a llegar. La otra estación de tren no era mucho mejor. La gente se arremolinaba en las salidas, esperando familiares y amigos. Y ella tenía que andar todavía un buen trecho.

Al final estuvo delante de la puerta de madera. Tenía que golpearla, se abriría en cuestión de segundos y habría "llegado". Respiró hondo, la proximidad de la naturaleza, de aquella casa y de las nubes, alteraba su sangre. Pero le gustaba esta sensación, le recordaba que estaba viva. Viva de verdad. Una vez dentro, la oscuridad la inundó como una ola lo hace con una caverna submarina. Le faltaban pocos pasos, sólo un poco más. Otro poco más. Se encontró con la última habitación. Debía pasarla. Sólo eso. Una puerta más y...

El contraste con la luz ambiental la asustó y cegó momentáneamente. Pero sí, estaba allí. Sentado en su butaca habitual, leyendo un libro cualquiera, con el pelo alborotado tapando sus facciones. Era él, sin duda.

Cuando se levantó de la cama, el sudor perlaba sus mejillas. Estaba llorando de nuevo, perdida en las ensoñaciones que la traían hasta él. Pero él no iba a volver. Jamás.

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