dimecres, 9 de desembre del 2009

A cinco pasos de la muerte.

Me mantienen encerrado. Quieren que me altere, que tome miedo y conciencia a partes iguales. Quieren indicarme que son superiores y por eso han podido meterme en este pútrido lugar. Todo está oscuro, pero puedo ver perfectamente los encantadores muebles que forman parte de mi estancia. Una silla. Una maldita silla en toda la celda, eso hay. Las paredes son grises, mugrientas, están húmedas y desprenden un hedor vomitivo. El suelo, antaño debió ser del mismo color gris, ahora muestra un color negro pardo. ¿Qué es eso que hay allí? Ah, qué asco, son un par de ratas junto a mis heces. Malditos carroñeros. Sigo encerrado, como un gato, como esas ratas, pero al menos ellas tienen una vía de escape.

El clero ha ido demasiado lejos esta vez. ¿Cuántas cosas van a tomar más? Tengo miedo, consiguen que la intranquilidad se filtre entre mis huesos. Las cadenas crujen y chirrían con el vaivén de mi respiración. Ñiiiic, crec, ñiiiiic, crec. Maldito sonido enfermizo. Cierro los ojos, porque la visión de la solitaria silla no me calma. Pienso en mis páramos, en mi hogar, mi tierra. Una punzada de añoranza me cruza el pecho. Mi madre, mis hermanos, mi mujer. ¿Estarán todos bien? Sólo me cogieron a mí. Como si hubiera sucedido ayer, recuerdo sus caras de pánico, la desolación grabada en aquellos ojos suplicantes, hambrientos, desolados. El llanto de una madre perdiendo a su hijo. La furia de unos hermanos incapaces de proteger a su familia. El dolor de una mujer sintiendo cómo su hombre está a cinco pasos de la muerte. Maldito Dios inexistente. Abro los ojos de golpe y vuelvo a encontrarme con lo más dulce que me han servido hasta ahora: la soledad.

Anoche soñé con ellos. Con mi familia, pero no en su desolación, sino en su felicidad. Íbamos todos juntos a recolectar frutos, mientras Padre cazaba. Ah, sí, Padre. Le recuerdo vagamente. Supongo que él murió por mi misma causa. Nos matan como moscas. Recuerdo esa hierba fresca, verde, mullida. Los amplios montes nevados y los largos inviernos superados eran la prueba de nuestra fortaleza. Puedo notar todavía el jugo de las moras, el néctar de las flores o la carne tierna de oveja. Todavía recuerdo el olor de la felicidad.

Oigo ruídos delante de mí y me veo obligado a abrir los ojos de nuevo. De golpe, dos antorchas iluminan mi celda y el pasillo que me conducirá a la libertad o a la muerte; probablemente a la segunda. Ahora puedo comprobar que estaba equivocado, las ratas no estaban al lado de mis heces, sino de una calavera humana. Qué suerte tuvo de morir aquí. Miro al frente y veo un sacerdote gordo y sudoroso venir hacia mí. Blasfemaría si pudiera abrir la boca. Ahora yazco paralizado de asco delante la visión de un "servidor de Dios".

-Hijo mío, ya sabes por qué estás aquí, ¿no? -se dirije el sacerdote a mí.

No le respondo. No quiero ni mirarle a los ojos. No quiero ver esa cara rechoncha porque cada día tiene algo que llevarse a la boca. No quiero ver el cuerpo que no cabe en mi campo de visión porque no ha tenido nunca que llevar a cabo un trabajo duro. No quiero que me venga con sus rollos de Dios y el perdón divino. No quiero más mentiras e hipocresía que todas las que llevo aguantando.

-Dejadme entrar, no me pasará nada .-dice autoritariamente. Acto seguido, uno de los dos guardias que le acompañaban abre mi celda y el sacerdote entra. El guardia cierra de nuevo a sus espaldas, con lo que se gana una mirada de desaprobación por parte del servidor de Dios.
-Fuera -susurro.
-Es mi deber que confieses tus pecados, hijos. Haré que Dios te vuelva a acoger en sus brazos pues ahora no eres más que un diablo sucio y empequeñecido. Colabora y aliviaré tu sufrimiento.
-Fuera -repito, cada vez más fuera de mí.
-Vamos hijo, confiesa. ¿Cuál ha sido tu pecado? ¿Eres, pues, como dicen, un hereje?
-Mi... ¿mi mayor pecado? ¿Vos, padre, me pedís por mi mayor pecado? -una risa demente convulsiona mi cuerpo y hace que termine revolcándome en el suelo, entre soplidos, intentando respirar.
-Tu conducta me decepciona, te estoy dando la oportunidad de ser absuelto.
-Mi mayor pecado, padre -comienzo, recuperando mi postura inicial en un ademán de conservar la escasa dignidad que me queda-, el más grande que jamás cualquier humano cometió, fue el de creer en Dios.
-¿Cómo? -comienza a interrumpirme el sacerdote, horrorizado por mis palabras.
-Cállese, ¿no quería absolverme de mis pecados? ¡Mi mayor error fue creer en un Dios justo! ¡Creí en él, asistí a la Iglesia, hubiera dado mi vida por esta causa! ¿Dónde está ese Dios? ¿!Dónde vive si no está aquí para liberarme de vuestro abuso de poder!? La Iglesia es la peor plaga que jamás la tierra haya visto. Ni ratas, ni perros callejeros, ni enfermedades, ni diablos.. ¡La Iglesia es la peor plaga! Decidme, padre, cuántas veces rezáis al día. ¡Vos no tenéis fe en nada!
-Silencio. Que Dios se apiade de ti si lo ve conveniente. Tan sólo veo en tus palabras la frustración del mal. Quieres corromper mi corazón, pero mi espíritu es mucho más fuerte.

El sacerdote abandona la sala y vuelven a dejarme solo. Pienso en mi discurso. Realmente nunca me puse a pensar como ahora, cuando estoy tan cerca de la muerte. No pensé que mi vida serviría de algo. ¿Campesino? ¡Revolucionario! Me han llamado hereje, han faltado a mi honor y al de mi familia. Pienso mantener la cabeza bien alta, mirando a todos como lo que son: gusanos. ¿Dios piadoso? Maldita divinidad inmisericorde.

Dos noches después cae la sentencia fatal sobre mis hombros. Al mediodía, hora punta, cuando el primer rayo de sol choque contra las campanas de la Iglesia, mi cabeza rodará por el patíbulo. Así se ha decidio, para "darme una bonita lección" de la casa de Dios. Me tiene harto ese nombre. Tanto oírlo me va a producir vómitos. Esperaré pacientemente la hora en que mi corazón deje de latir y el odio de mis venas se disuelva con mi último suspiro. Contemplaré la muchedumbre sedienta de sangre, gritando blasfemas peores de las que yo pensé. Rogaré para que no quemen mi cuerpo y pueda volver de entre los muertos para convertir su vida en pesadilla.

-Es la hora .-diciendo esto los guardias me sacan de mi celda. Bueno, si miramos el lado positivo, ya no tengo que preocuparme más por aguantar la respiración y no contaminarme de ese aire viciado, seco, maloliente. Camino hacia la luz que en otra ocasión hubiera considerado milagrosa. Sin embargo, ahora hace que me lloren los ojos y note un quemazón muy intenso sobre mi piel. Maldita luz sirvienta de Dios, ni tan siquiera ella quiere ayudarme.

Los guardias no dejan que mantenga mi paso solemne y majestuoso que había imaginado dentro de la jaula. Me empujan con el puño de las espadas y aligero el paso entre trompicones. Al menos el patíbulo sí es como pensaba: un altar de madera. Allí es donde yo posaré mi cabeza y los guardias que están a mi espalda me la cortarán gustosamente. Delante del altar se extiende todo el pueblo y justo detrás, los aposentos del Rey y el sacerdote que vino a visitarme. Oh, me alaba que tan distinguidos señores posen sus reales y divinos culos delante de mí. Quizá debería haber ensayado una reverencia para la ocasión.

Llego a mi destino final, con cinco pasos estaré muerto. El público grita para deshonrar todavía más mi nombre y se ensaña con mi familia. Qué raro, si yo no conozco ninguno de ellos, ¿cómo conocen ellos mi familia? Los guardias me obligan a sentarme, manteniendo la cabeza un poco más baja que mis hombros, formando así una curva con mi espalda. Genial, ahora ya incluso me humillan con mi postura. Retroceden y se mantienen a una distancia prudencial de mí. Veo cómo el sacerdote se levanta, en la lejanía, y conjura en latín a dios:
-Pater Noster, qui es in caelis,
sanctificétur nomen Tuum,
adveniat Regnum Tuum,
fiat volúntas tua, sicut in caelo et in terra.

Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie,
et dimitte nobis débita nostra,
sicut et nos dimittímus debitóribus nostris;
et ne nos indúcas in tentationem,
sed libera nos a malo.

Amén.

Mi estimado público recibe la oración con un gran y esplendoroso "AMÉN" y los guardias asienten. Comienza la cuenta atrás.
Dan un paso mientras yo hincho mi pecho.
1...
2...
3...
4...

-¡Dios es una mentira! ¡La Iglesia es una plaga! ¡Jamás os salvaréis de su ira!

El quinto paso es precipitado y, mientras mi cabeza rueda por el patíbulo y todavía soy consciente unos últimos segundos, veo cómo la gente, aturdida por mi mensaje, chilla y corre en todas direcciones.
Y lo mejor de todo, veo la cara de desorientación del sacerdote. Maravilloso. Por fin existe un Dios.

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