-¡Maaaaa! Maaaaamáaaaaa... ¡ñaaaaam! ¡Maaaa, hambree! -lloriqueaba el niño.
-Ya vaa, ya va, mi niño -contestó la madre, con una monótona voz que denotaba cansancio.
Siempre es dicho que la pobreza es muy difícil de soportar. Bien, generalizar es malo. Hay gente, extraña, loca o inconsciente, que escoge este camino. Si todas las personas que viven en la miseria fueran de esta clase, entonces no habría nada de qué preocuparse. Tienen libertad para tirar sus vidas, sí así lo quieren. Tienen la capacidad de pensar y, más importante aún, la oportunidad de elegir. Lástima que la vida no es tan sencilla como para establecer términos globales. Lo cierto es que la mayoría de idigentes no lo son por gusto. Ves a diario personas que piden dinero, que buscan en cubos de basura y que no desperdiciarían ni una peladura de plátano. Ni te fijas en ellos, claro, pues no es tu problema. Error de sociedad, error de persona.
Ella no era una electora, si así los podemos llamar. Se había visto envuelta en una serie de desgracias que la trajeron a un mundo para el que no estaba preparada. Empezó maldiciéndose, cuando aún podía mantener la dignidad. Se deprimió, cuando la suciedad comenzaba a acumularse en sus mejillas. Se autocompadeció cuando la ropa le caía de su cuerpo magullado. Se vio obligada a luchar cuando su hijo nació. Tuvo un parto complicado, ya que para una mujer desnutrida tal esfuerzo es siempre demasiado, pero sobrevivió. Una familia, generosa y hospitalaria, la llevó al centro médico. Quedan pocas así. Cuando pudieron salir del hospital, madre e hija recibieron regalos, comida y ropa, para unas semanas. Pero los recursos no son infinitos y todo, incluso la esperanza, se acaba gastando y desapareciendo.
Obligada a vivir en miseria, pobreza, indigencia. Vagabunda de destinos inciertos. Ahora resistía los golpes como podía, luchando por alimentar una boca que nunca decía «basta». Buscando entre cubos de basura los restos de comida que gente como la que ella había sido antes, desperdiciaba. Rastreando ropas rotas y maderos podridos que poder vender. Sintiendo el peso de quien no tiene casa a la que volver ni hombro en el que apoyarse. Qué duro, ¿no?
-¡Maaaa! -comenzó a llorar de nuevo el niño- ¡Hambree! ¡Hambreeee! ¡Mamááááá!
-Ya pasó, sí, ya pasó...
Las lágrimas, silenciosas asesinas de la calma, recorrieron sus mejillas. Si te hubieras fijado, habrías visto el gesto de demacrada desesperación en su cara. Si te hubieras quedado quieto, habrías oído la respiración alterada del pánico. Si hubieras puesto atención, habrías notado el agotamiento de sus músculos. Si hubieras querido, habrías visto la rendición en sus ojos. Pero claro, no es tu problema. Pasaste por allí, sin poder ni querer hacer nada. No es tu vida, ¿no?
Hambre. Pero de indiferencia. Al fin y al cabo, hambre.
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