El sol serpenteaba entre las colinas circundantes. Se derramaba sobre el extenso valle, como un enorme embalse lumínico. Barría lentamente los despojos de nubes que lidiaban por proyectar su sombra. Los pájaros disfrutaban de los primeros rayos, genuinos en su esplendor, batiendo sus alas sobre el verde esperanza. El río partía la llanura en dos, dejando un estrecho paso entre las montañas. Los brazos del astro rey arrancaban destellos de la superficie calmada del agua. La vida se iniciaba rutinariamente en el bucólico prado. Las flores intentaban mostrar los vívidos colores que eran atacados por el frío. Poco a poco, el invierno iba quedándose atrás, hasta que sólo sería un retazo blanco en medio del cielo azul.
La claridad del día despertó a todos los habitantes del lugar. Las comadrejas y demás pequeños rodeores salían de sus madrigueras para disfrutar de la mañana. Los gorriones cantores alzaban cantos de amanecer. El viento mecía muy suavemente los árboles. La manada regresaba de una noche dura a la crudeza del día. Hacía varios días que sus hocicos no se acercaban a la comida. El pelaje espeso, preparado para el frío, comenzaba a desprenderse. Esperaban tiempos mejores, con la llegada de la nueva estación. Su mayor preocupación iba a ser sobrevivir al día de hoy. Cada paso que daban era un jadeo de sus enclenques cuerpos debilitados por el hambre. Aún así, el poder se veía en sus cabezas erguidas, sus manchados colmillos y sus afiladas garras. Todavía les quedaban fuerzas para una pelea más.
La Manada había vivido siempre en esa parcela de tierra. En las estaciones más crueles, se movían hacia zonas de caza más fácil, aunque nunca era suficiente. Habían aprendido a sobrevivir en un entorno hostil, donde luchar por no morir era el pan de cada día. No era una manada cualquiera, quizá no de las más fuertes y numerosas, pero lo suficiente potente como para defenderse sin problemas. Dos años atrás, la pareja alfa veterana fue sustituída por otra más joven. Ahora, durante el invierno, la anterior pareja murió. Los jóvenes habían asumido la responsabilidad de mantener la manada a salvo, y así lo hacían.
En los tiempos de escasez que corrían, cada presa era importante. Se sentían debilitados por el hambre, pero debían partir. La hembra alfa adelantó la Manada y se posicionó a la misma altura que el macho. Reconoció en él el cachorro asustadizo que había sido, ahora transformado por las heridas de la vida. Lamió su hocico en gesto cariñoso. El macho la miró, sin comprender bien la situación. En un asentimiento de cabeza, ambos elevaron el aullido que indicaba el comienzo de la caza.
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