divendres, 8 d’octubre del 2010

Atrás.

Miró hacia atrás, casi sin poder contener las lágrimas. La lluvia comenzaba a caer lentamente, y con ella, descendían las temperaturas. Pero no pareció importarle. Tampoco se daba cuenta del fango que se creaba a sus pies, que le ensuciaba y le marcaba. Sólo tenía ganas de desaparecer detrás de mucha negrura. Mucha, mucha y solitaria negrura. Pero eso era imposible, al menos técnicamente. No pudo más, se tiró contra el suelo y rompió el cielo a gritos de terrible agonía. Se embarró completamente la ropa, y la humedad comenzó a calar hondo en sus huesos. Y en su corazón.

El llanto era espeso, casi tanto como la tierra de debajo de su cuerpo. Y sus sentimientos se movían como entre algún tipo de puré. Le costaba respirar, le había costado calmarse. Y ahora analizaba su triste situación: perdido en medio de ninguna parte, sin nadie. Pensaba matarse allí, llevaba el cuchillo y las pastillas. Ahora tenía dudas, cuando más decidido debería estar. Momentos antes lo había visto bien claro, había repasado veinte veces el movimiento que debía hacer, la fuerza que debía aplicar, cuándo tomarse las pastillas. Ahora veía a su madre regañándole por llegar tan sucio a casa; y ofreciéndole un café caliente y una manta. Veía a su perro moviendo la cola alegremente y pidiendo a ladridos que le dejaran entrar en casa. Veía a Elizabeth que tantas veces le había rechazado, sintiéndose culpable. Y detrás de todo eso, se veía a sí mismo, más solo y más triste de lo que jamás había estado.

Desvaneció lentamente sus pensamientos hasta que sólo quedó uno: quiero morir. Entonces sacó una pastilla y tragó. Cogió el cuchillo y, con la punta, rasgó hasta la mitad del antebrazo. La sangre, un contraste rojo y caliente entre toda aquel agua y frío, resbaló por su piel. Se tomó otra pastilla. Se arañó el otro brazo.

Entonces comenzó a gritar y a llorar de nuevo. Que aquello no era justo, pero era su vida. Bueno, había sido su vida.

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