Cogí el diccionario y lo abrí por una página al azar. "Amor". Lo cerré. Lo volví a abrir, escogiendo de nuevo a suertes. "Óleo". Lo cerré. Lo dejé sobre la mesa, me dirigí a la hoja y pensé. No tenía mucho tiempo, tenía que rellenar ese papel. Mi corazón me lo pedía, latido tras latido. Miré el teléfono, que parpadeaba a mi lado. No, no podía dejarme vencer tan rápido. Intenté concentrarme de nuevo en el espacio en blanco. Cerré los ojos y las imágenes me ganaron, muy lejos de poder controlar el torrente de emociones que se venía encima.
Cuando el agua inunda una canoa, lo primero que sientes es un frío muy intenso sobre la piel. Los pelos de los brazos y de la nuca se te erizan, y una sensación de incomodidad acompañada de un escalofrío te recorre la espalda. En ese momento, llegas a saber que algo no va bien. Después, tus ojos captan el desastre: el líquido amenaza con inundar tu embarcación. Y tú estás en ella, sin poder salvarte. Tu mente se mantiene tranquila el tiempo que tarda en asimilar semejante idea. Luego, los pensamientos se funden para dibujar un cuadro lleno de desesperación. Tus manos buscan frenéticamente un lugar donde asirse, mientras tu cerebro trabaja al límite de sus capacidades. Cuando estás bajo el agua, ahogándote, llegan las lágrimas. Algo te retiene a no querer dormir eternamente. No quieres sucumbri a esa oscuridad. Y sientes un terror enorme. Pero el la fuerza del río es demasiado potente, y te arrastra inevitablemente hacia su profunda oscuridad. No valen los recuerdos dulces, ni los de "y si". En tu cabeza no cabe nada más que huir de esa masa que no te deja respirar. Pero, al final, la calma es absoluta. Tu cuerpo se relaja, los músculos se destensan, vuelves a sentir calidez, y una somnolencia extraña cierra tus párpados. No vuelves a abrirlos y no te importa.
Con el dolor emocional pasa más o menos lo mismo. Al principio, no eres capaz de asimilarlo. Luego, la desesperación es muy fuerte. El miedo, el terror, el dolor, se confunden y te confunden. Pero finalmente, la resignación al estado de muerte, te lleva una calma propia. Y entonces es cuando más triste estás. El mundo desaparece; no porque tú quieras huir, sino porque se aleja lentamente pero inexorablemente. No sabes dónde vas a parar, pero vas hacia allí. Con algún objetivo, aunque no lo sepas.
Por eso te miraba de lejos. Quería ir tras de ti, pero el mundo caminaba hacia otra parte. Así que me arrastré con él, desesperando tu rostro. Y luego, volvía a ver las mismas manchas de osucirdad, día tras día. Hasta que la calma propia de la resignación, vino para dar descanso.
Abrí los ojos. La hoja estaba llena, pero mi corazón aún desbordaba emociones. Cerré la puerta de mi habitación, puse la música lo más alta que me lo permitían los altavoces y me metí en la cama. No tenía sentido salir de mi mundo de algodón.
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