Aparté la vista de mis deberes de armonía y miré la pared que quedaba delante de mí. Sobre ella, en un saliente, descansaban el pintauñas negro y la acetona. A su lado había una estatua decorativa de una lagartija, con su hija menor al lago. De la cola del pequeño dragón, colgaba un viejo reloj, regalo de mi madre. La lámpara estaba al lado, girada hacia la blanca superfície, pues su luz intensa me dañaba los ojos. La mesa era un revoltijo de papeles, bolígrafos y demases. Tenía el ordenador portátil a un lado, cerrado. Ni siquiera lo había abierto para escuchar música. A la izquierda, quedaba una cajonera de cuando era más pequeña, compuesta por pequeños habitáculos con pomos de pies y manos. Sobre ella, más desastre.
Arrastré la silla por el suelo, un viejo trasto restaurado y tapizado por mis padres. Produjo un sonido agudo y desagradable. Me puse en pie y miré el pasillo. Estaba sola en casa y aquel silencio me incomodaba. Caminando en línea recta, sólo oía el roce de mis pantalones y el eco de mis zapatos contra el suelo. Pasé por la sala, donde el reloj se añadía con un sordo ruído del viejo péndulo. El sofá, desordenado y deshilachado, me miraba con tristeza. Cuando llegué al comedor, volví a arrastrar otra silla y me senté en ella. A mi lado había una bolsa de chuches, la abrí y saboreé una. No me gustaba especialmente el dulce, pero debía reconocer que las gominolas eran mi debilidad.
Volví a mirar al frente. Ahí estaban, muy lejos de toda la casa, mis peces. Dos pequeños animales completamente ajenos a la vida humana. Nadaban diariamente en sus 10 litros y bien podrían habérselos aprendido de memoria, si no fueran tan cortitos, los pobres. Tres veces les echaba comida en un día, y tres veces me lo agradecían con coletazos y burbujitas. Quizá fueran muy simples, pero yo los amaba. Sin embargo, la cruda realidad era que, si sacaba uno del agua durante el tiempo suficiente, lo mataría. Y así acabaría su poca existencia, ínfima y mísera. Pero eran mis pequeños amados.
Me levanté de nuevo y me acerqué a la vidriera que daba a mi jardín. Las plantas lo tenían muy fácil, apenas necesitaban sustento y ni siquiera pedían compañía. A la izquierda, pegadas a una pared, estaban las dos jaulas con mis cuatro periquitos. Otros animalitos muy simples, y muy delicados. Cuando tenía que limpiarles sus escasos aposentos, debía cogerlos con las manos. Tener una vida entre tus dedos es gratificante y acongojante. Si aprietas más de la cuenta, ves cómo se extingue lentamente. Maravilloso y terrorífico.
Finalmente llegué a la cocina. Miré el reloj de la pared del fondo, apurada. Debía volver a mis quehaceres y a mi rutina. Sin embargo, me concedí cinco minutos más. Me sabía la estancia de memoria: a mi derecha tenía una roñosa mesa que apenas servía para acumular botellas de plástico vacío, sostener el microondas y servir cobijo a los garrafones de agua; y a su lado estaba el enorme armatoste que nos servía de frigorífico; a mi izquierda estaba el horno, con los negros fogones encima; continuando en línea recta, descansaban más armarios cubiertos por una placa de mármol gris oscuro; y acababa todo en una pica de metal. Bonita cocina.
Deleitándome con lo que sabía que existía, ya había acabado con mis cinco minutos de tranquilidad. Fui hasta la pequeña e inservible mesa y cogí un cuchillo que descansaba encima. Me costó encontrarlo, el desorden era casi total. Lo sospesé. Lo sospesé durante mucho rato. Me contemplé sobre la pulida superfície de metal, tenía un aspecto lamentable: ojeras, cara de asco, iba despeinada. Y todo podía arreglarse con un simple corte.
Recordé las clases de ética: en esta vida se viene para ser feliz; somos libres de escoger nuestro camino, aunque eso siempre acarree unas consecuencias. Pero era yo quien tenía el cuchillo en las manos, el corazón latiendo fuerte en mi pecho y la respiración agitada. Dos gotas de sangre y podría cambiar todo eso.
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