diumenge, 10 d’octubre del 2010

Noche perpetua.

El sol moría al otro lado del horizonte. Agonizante estiraba sus naranjas brazos hacia las colosas montañas, tratando de permanecer más en aquella tierra. Por ahí donde se arrastraba, una marca dorado -sangre de reyes, sangre de astro- marcaba el camino. El calor iba yéndose poco a poco, mientras la luz apuraba sus últimos momentos de gloria. Y pronto, como todo empezó, acabó. La noche extendió su gran capa, cubriendo los colosos y los planos. Observaba desde lo alto, con su enorme ojo redondo, eclipsando el corro de visitores brillantes más pequeños. La ciudad, desde arriba, parecía llena de hormigas y hormigón. El ruido, como mil moscas y mil pasos, se apoderaba de lo que debería haber sido una calma absoluta. La luz del hormiguero lidiaba con la luz de la Noche para reinar en la capa de negrura. Y allí arriba me encontraba yo.

Sentada sobre uno de los Colosos, lo miraba todo con curiosidad. La hierba se mecía a mis lados, ajena a toda la tempestad exterior. Las piedras eran grises y monótonas, como lo habían sido toda su vida. Los árboles tenían las raíces marrones y las puntas verdes. No se teñían, como el pelo de las personas. No había tigres allí en medio; sólo un coro de búhos entonando una rica melodía. El mundo era como tenía que ser. Pero allí en medio estaba yo, una presencia que acababa con toda la amrmonía. No era natural que estuviera pisando esas briznas jóvenes, que removiera la tierra y que mirara las luciérnagas. Por eso cogí mi bolsa y rehice el camino hacia mi casa.

Al llegar, hice como siempre. Despaché mi familia con frases cortas y concisas, para no levantar sospechas. Subí las escaleras a trompicones, a punto de caerme, como siempre. Pero, en vez de pararme delante de mi habitación y esconderme en ella -sí, como siempre había hecho- me dirigí al baño. Abrí con cuidado la puerta, respiré, y entré cerrándola detrás de mí. Encendí la luz y, tras cinco minutos de reflexión, llené el lavabo de agua. Metí la cabeza completamente en él, las gotas inundaron mis oídos, mi nariz, mojaron mis labios y mi piel y me hicieron cerrar los ojos. Pensaba ahogarme, quedarme allí hasta volver a ver la Noche perpetua. Pero no tenía valor, así que levanté el cuello, como pude, y me miré al espejo. Me sequé torpemente con una toalla, demasiado fuerte, enrojeciendo mi rostro. Y entonces comencé a llorar, porque no cabía nada más que lágrimas y angustia en mi corazón. Porque todo lo que quería eran aquellas estrellas que ahora brillaban tan lejos. Unos brazos y una calidez tan anhelados y tan alejados. Así que esperé que algo rompiera la monotonía y, por una vez, alguien viniera a ayudarme.

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