diumenge, 17 d’octubre del 2010

Furia.

Hacía mucho que no intentaba hablar con alguien cuando sentía que la ira movía mis brazos y mis piernas. Hacía mucho tiempo que no era este sentimiendo de inconformidad, de enfado, de rabia, el que me impulsaba a actuar. Y yo sabía que decir las cosas bajo este mal influjo, siempre conducía a situaciones peores. Luego, ni siquiera el enojo me salvaría de la tristeza y la resignación. Pero aún así, algo bullía en mi interior. Algo más poderoso que el miedo a perderlo todo.

Estrechaba los puños con fuerza, necesitaba concentrarme en algo. Veía los coches pasar delante de mí, y eso me daba rabia. Aunque no sabía por qué. Las personas caminaban tranquilamente, algunas riendo, otras serias, algunas con prisa, otras tranquilamente. Y eso también me molestaba, aunque yo no supiera decir por qué. No había nadie prestándome atención. Y yo la buscaba, pero no quería que hablaran conmigo. Estaba en un estado de incomodidad completo. Y esto también me enfadaba, aunque no supiera por qué. Intenté calmarme, cerrando los ojos y respirando. Dirigí mi mente hacia los números, indiferentes y lejanos. Apreté con fuerza las mandíbulas, esperando no ponerme a gritar en medio de la calle. Sólo volví a la realidad cuando noté el líquido caliente resbalar por mis labios: sangre. Lo que faltaba. La gota que colmó el vaso de mi paciencia.

No sé qué hice durante ese tiempo. No lo sé, era incapaz de pensar en ello, había una pantalla negra delante de mis recuerdos. Lo intenté, me esforcé por visualizar alguna imagen en esas horas oscuras, pero sólo encontraba vacío y malestar. Desperté en una calle lúgubre, teñida de gris. Olía a humedad y tenía frío. Miré mis dedos magullados y saboreé el sabor de la sangre en la boca. ¿Qué había hecho?

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