Buscaba mi corazón desesperadamente. Abrí todos los cajones de mi habitación y volqué todos los papeles. Desordené la ropa de mi armario. Abrí los libros, los tiré al suelo. Removí el zapatero. Miré detrás de la televisión, detrás del armario y del frigorífico. Me volví histérica intentando encontrarlo. Pero no hallé nada. Nunca lo hacía. Y nunca estaba cuando lo necesitaba.
Creía que no sería más que un juego. Pero la cosa derivó en algo más que yo no era capaz de controlar. No pretendía alimentar ni el amor ni el odio, sino mantener una relación indiferente. Guardar distancias, por seguridad. Pero, como el fuego propagándose por el bosque seco, la pasión ardió en mí. Y una vez comienza el incendio, apagarlo es sumamente difícil. Pensaba que iba a morir entre tanto calor.
Allí lo perdí. Abrí sus manos con cuidado y temor a asustarle, pero no había nada entre sus dedos. No palpitaba. Le miré a los ojos y traté de comprenderle. Me hablaba, pero yo no podía oírle.
La desesperación subió por mi cuello, convirtiéndose en un amargo alarido de dolor. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba mi corazón? Sentía un enorme vacío en el pecho. Quería encontrarlo ya. Mi cuerpo, sacudido por temblores, no podía moverse. Tenía que ver, penosamente echada en el suelo, cómo el mundo avanzaba sin yo poder hacer nada. Tenía que contemplarlo aunque no quisiera. Y se llevaban mi corazón.
¿Quién se lo llevaba? ¿Tú? Ellos se lo llevaban.
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